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El Abrigo de la Corriente Valiente

Acurrucados en las suaves orillas de un sinuoso río de aguas cristalinas, los árboles susurran secretos ancestrales entre sí y dan sombra a las criaturas que bajo su follaje reposan. El río habla en lenguaje burbujeante, contando historias a quien quiera escuchar. Es aquí donde comienza nuestra aventura, no como un susurro, sino como una promesa de valentía encerrada en el corazón de una mamá.

—¡Vuelve aquí, pequeñín! —gritó con ternura una voz al viento.

Una mamá, conocida en el bosque por su ingenio y bondad, correteaba detrás de un conejito travieso que había tomado prestado su zanahoria para el almuerzo. Este conejito, de pelaje tan blanco como los copos de nieve que adornan el invierno, zigzagueaba entre las margaritas, echando miradas juguetonas hacia atrás. Aunque parecía una persecución, era más un juego, una danza entre amigos en un día soleado.

Desde la cosquillosa hierba hasta la orilla del río, Una mamá y el conejito llegaron riéndose, llenando el aire de burbujas de alegría. Allí, el río destellaba con tanta fuerza que parecía un manto de diamantes. Pero entre sus tesoros, había algo que no pertenecía a las profundidades acuáticas: un abrigo.

El abrigo yacía sobre una piedra lisa, solitaria e inmóvil, como una entidad con historias propias esperando ser contadas. Era de un color tan intenso y oscuro que parecía haber sido tejido con hilos de la noche misma, adornado con botones que reflejaban la luz en un enigmático juego de sombras.

—¿De quién será este abrigo tan peculiar? —murmuró Una mamá, curiosa como los gatos que ronronean en los tejados bajo la luna.

El abrigo, aunque silente, parecía invitar a Una mamá a explorar las respuestas más allá del río. Sin embargo, la curiosidad no fue lo único que surgió de las aguas. De entre los juncos, emergió una sombra evasiva, un bandido de sonrisas ladinas y mirada astuta. Era conocido en la región como El Zorro de las Ciénagas, y su fama de pícaro lo precedía como el aroma de las frutas maduritas.

—Buen día, valiente buscadora de abrigos —dijo el bandido con una reverencia. —Lo que has encontrado es un tesoro tan misterioso como el crepúsculo. ¿Tienes curiosidad de conocer su leyenda?

Una mamá observó al bandido, no con miedo, sino con la sabiduría de quien comprende que cada ser guarda secretos y sorpresas. La sonrisa del Zorro de las Ciénagas era un enigma, pero en sus ojos brillaba un destello de sinceridad.

—Hay preguntas en mi corazón que necesitan respuestas —respondió Una mamá. —Pero un buen cuento merece ser compartido con buena compañía. ¿Nos acompañarás, pequeñín?

El conejito asintió con entusiasmo y tomó asiento junto a la dueña del abrigo. Una mamá se sentó sobre la suave hierba, frente al sol que ahora parecía un farol que iluminaba el escenario natural.

El bandido tomó un respiro profundo, y así como el río fluye, las palabras comenzaron a tejer la leyenda.

—Este abrigo perteneció a un viajero de corazón valiente que se atrevió a desafiar las corrientes más furiosas. Venía de tierras lejanas, donde la oscuridad y la luz bailan en un eterno vals. Se cuenta que quien se envuelve con este abrigo puede caminar sobre las aguas sin temor a ser tragado por las profundidades.

El relato del Zorro de las Ciénagas era fascinante, como las historias que los abuelos cuentan al calor del hogar, y Una mamá y el conejito escuchaban atontados.

—Pero cada tesoro posee su prueba —continuó el bandido—. Solo aquel de corazón puro y con intenciones nobles puede dominar el poder del abrigo y aprender el secreto del río, el cual guarda celosamente el cauce de todas las verdades.

Una mamá reflexionó sobre las palabras del bandido, los ojos centellantes de determinación.

—Entonces, ¿qué se necesita para merecer el abrigo? —preguntó con voz firme.

El Zorro de las Ciénagas sonrió, satisfecho con la pregunta.

—Una prueba de valentía, un acto de bondad incondicional y un corazón dispuesto a escuchar el canto de las aguas —declaró, señalando a una parte del río donde los remolinos danzaban al unísono.

—Y tú, Una mamá, ¿te atreverías a aceptar este desafío?

Ella miró hacia el río, hacia el abrigo, y luego al conejito que la acompañaba. En cada uno de ellos, veía una pieza del rompecabezas, un fragmento de la aventura que estaba por comenzar. Tomando una decisión que fortalecería la leyenda del abrigo, Una mamá se puso de pie, lista para enfrentarse a las pruebas.

—Mi corazón late por los desafíos y mi espíritu se nutre de la bondad —proclamó con valentía. —Aceptaré la prueba, por el abrigo, por la leyenda, y por las enseñanzas que el río tiene para mí.

Y así, la mamá encontró que su destino no era solo la sombra de los árboles, sino también el destello de las aguas. El conejito, fiel compañero, se quedó a su lado como un guardián peludo, mientras que el Zorro de las Ciénagas observaba, con un brillo de asombro en su rostro astuto.

La primera prueba no tardó en llegar. Como si el río entendiese la situación, las aguas comenzaron a bullir de una manera que el bandido nunca había visto. Los remolinos se tornaron más intensos, casi como si estuvieran llamando a Una mamá.

Sin dudarlo, se quitó los zapatos y se adentró en el río, sus pasos cautelosos y firmes. A cada movimiento, el agua le susurraba, contándole secretos que solo su corazón podía entender. A medida que avanza, las aguas se calmaban, rindiéndose ante la presencia de una valentía genuina. El conejito observaba, meneando su nariz, y el Zorro contuvo la respiración, maravillado por la escena.

Una mamá llegó a los remolinos y, con una sonrisa, extendió su mano hacia ellos; las aguas se elevaron en un espiral deslumbrante, y desde su centro surgió un brillo. Era una piedra preciosa, una gema que portaba el reflejo del coraje. Una mamá, sin temor, la tomó entre sus dedos y las aguas se aquietaron, formando un espejo perfecto bajo sus pies.

Al volver a la orilla, el conejito saltó de alegría y el Zorro aplaudió, impresionado con la hazaña.

—Has pasado la primera prueba con un corazón valiente —dijo el bandido con admiración.

La segunda prueba se presentó como un susurro llevado por el viento; un nido de pájaros había caído de su refugio en las ramas altas. Los polluelos piaban con miedo, incapaces de volver al cálido abrazo de su hogar.

—Un acto de bondad incondicional —recordó Una mamá.

Ella recogió el nido cuidadosamente y con una habilidad impresionante, lo llevó de vuelta a su sitio entre las ramas, asegurándolo para que no volviera a caer. Los polluelos agradecidos cantaron en un coro de felicidad, y Una mamá

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