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La Abuela y la Gallina Aventurera en la Tienda de los Misterios

En un pintoresco pueblo, donde las casas parecían sacadas de un cuento y el aire olía a pan recién horneado, vivía una abuela muy especial. No era una abuela cualquiera, tenía el espíritu de una joven exploradora y un corazón rebosante de bondad. Llevaba siempre consigo un viejo paraguas, no para protegerse de la lluvia, sino porque cada uno de sus pliegues guardaba una historia fascinante.

La tienda del lugar, donde todos los vecinos se reunían, no era una tienda común. Tenía un nombre curioso, El Rincón Encantado, y en su interior albergaba más que alimentos y enseres. Era una caverna de tesoros escondidos, donde cada estantería contaba secretos y cada objeto podía ser la llave para una aventura desconocida.

Un día, mientras la abuela curioseaba entre los coloridos frascos de mermelada y las cestas de frutas exóticas, escuchó un cacareo inusual. Effectivamente, no lejos de allí, bajo un montón de sacos de harina, se encontraba una gallina de aspecto sabio y mirada astuta.

—¡Buenos días!, saludó la abuela, acercándose con una sonrisa. No todos los días se ve una gallina en El Rincón Encantado.

La gallina, que lucía tan sorprendente como las tramas que se entretejían en aquel lugar, respondió con un cacareo que más bien parecía una risa.

—¡Cacaracá! Estoy más perdida que aguja en pajar, pero tengo una misión por cumplir y necesito de tu ingenio.

La abuela, con la curiosidad bailando en sus ojos, se inclinó hacia su nueva amiga plumada.

—¿Una misión? ¡Oh, cuéntame más! Puede que mi paraguas y yo podamos ser de ayuda.

La gallina asintió, emocionada, y comenzó a relatar un cuento de tierras lejanas y objetos encantados. Habló de un reloj que se había detenido en la hora mágica, cuando los deseos se hacen realidad y los sueños se materializan. Pero este reloj se había perdido en algún lugar de la tienda, y si no se encontraba y arreglaba antes de la puesta del sol, el pueblo perdería su armonía y la magia que lo hacía especial.

—Entonces debemos apresurarnos, el sol no espera por nadie, afirmó la abuela, recogiendo su paraguas y preparándose para la búsqueda.

La abuela y la gallina formaron un equipo inesperado. Recorrieron cada rincón de El Rincón Encantado, exploraron entre los sacos de legumbres, detrás de los tarros de especias y debajo de las mesas de madera.

—¡Mira allí arriba!, cacareó la gallina, señalando hacia la parte más alta de una estantería polvorienta.

Allí estaba el reloj, escondido entre antiguas lámparas y juguetes de madera. La abuela, ágil como una gata, se subió a un banco y se estiró cuanto pudo, pero sus dedos apenas rozaron la cadena del reloj.

—¡Cuidado querida!, dijo una voz dulce que provenía desde la entrada de la tienda.

Era Don Ricardo, el dueño del lugar, un caballero con canas y ojos de ternura que conocía cada historia detrás de los objetos de su tienda.

—¿Qué hacen subidas ahí? Ese reloj lleva siglos allí olvidado y nadie ha podido hacerlo andar.

La abuela explicó la situación y Don Ricardo, con una sonrisa comprensiva, les ayudó a bajar el reloj cuidadosamente. El ojo crítico de la gallina se fijó en un diminuto rayón sobre el baño dorado del reloj y supo inmediatamente lo que había que hacer.

—¡Necesitamos encontrar la llave correcta!, exclamó. Y así, con la ayuda de todos los presentes, comenzaron a buscar entre montones de cachivaches hasta que, por fin, la abuela descubrió una pequeña llave plateada pegada al fondo de un cajón.

—¡Por todos los rayos de sol y gotas de lluvia, esta debe ser!, exclamó la abuela, victoriosa.

Con sumo cuidado, introdujo la llave en la cerradura del reloj y lo dio cuerda. Todos contuvieron la respiración mientras el reloj tictaqueaba en su mano. Y entonces, como si respondiera al llamado de los corazones expectantes, el reloj volvió a latir con vida, marcando las horas con una música que parecía sacada de las ruedas del tiempo mismo.

La tienda se llenó de una luz dorada, y por un instante mágico todos los allí presentes sintieron la calidez de la armonía que volvía a ellos. La abuela y la gallina compartieron una mirada de éxtasis y entendimiento. Habían salvado al pueblo de perder su encanto.

—¡Cacaracá! ¡Lo hemos conseguido! ¡Gracias a ti y a tu paraguas de historias!

—No hay que agradecer, mi querida compañera, dijo la abuela con una sonrisa reluciente. Todos tenemos nuestro papel en esta obra llamada vida, y hoy, el tuyo y el mío han sido clave en este reloj de alegría.

Con el pueblo a salvo y un nuevo cuento que añadir a la colección de su paraguas, la abuela despidió a la gallina con una reverencia cómplice, sabiendo que los caminos que cruzan bajo los auspicios de la aventura, siempre vuelven a encontrarse.

Don Ricardo bostezó, apoyado en el mostrador de 'El Rincón Encantado', mientras veía como la abuela salía de la tienda a paso contento. Su mirada se posó en el reloj, ahora en un lugar de honor detrás de la caja registradora, recordándole que cada segundo es un tesoro que debemos disfrutar con el corazón despierto y la imaginación en vuelo.

Y así, el paraguas de la abuela volvió a cerrarse, aguardando la próxima lluvia de aventuras en aquel rincón encantado llamado hogar.

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